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La carta en el cajón

Todo acaba por romperse. Absolutamente todo, incluso la carta que durante casi una década Eduardo había conservado en el cajón de su mesilla de noche. Apenas la sacaba una o dos veces al año, cuando necesitaba recordar la ilusión del principio, tan lejana ya como ese último trueno que se dispersa en el aire después de una tormenta.

El tiempo y los descuidos habían acumulado en la superficie del papel un intrincado mosaico de pliegues, manchas, huellas, borrones. Eduardo podía recordar el momento exacto en que se produjeron cada una de aquellas imperfecciones: la madrugada de invierno que posó la taza de café sobre una esquina de la carta porque sus ojos sólo podían mirar abajo, a la calle, a la espera del coche de Daniel; la noche que se estaba arreglando para la cena del sexto aniversario con pulso tan tembloroso que no pudo evitar que unas gotas de colonia se derramasen y diluyeran parte de la palabra “siempre” de la posdata; la tarde lluviosa que cerró de golpe un libro, atrapando la carta entre sus páginas, porque había creído oír una llamada de Daniel en el móvil...

Precisamente porque acumulaba tantas pequeñas tragedias, esa hoja de papel amarillenta parecía indestructible. Eduardo estaba convencido de que, ya anciano, en su lecho de muerte, cuando el recuerdo de Daniel fuera apenas la silueta fantasmagórica de una antigua mancha de humedad y otro hombre estuviera junto a él, velándole encorvado, tendiéndole una mano tan fría como la suya, aún podría leer aquella primera carta. Leerla con ojos vidriosos, susurrando cada palabra. Leerla una última vez y que, al terminar, las arrugas de su cara se desplazasen para dibujar algo semejante a una sonrisa.

Y sin embargo, no le sorprendió la facilidad con que la carta se rompió la mañana de aquel 31 de Diciembre. Acababa de desayunar, ya se había cepillado los dientes, tenía el pelo húmedo por la reciente ducha y estaba a medio vestir: descalzo, la camisa abierta. Todavía le quedaba más de una hora para llegar a la oficina. Dejó el cinturón encima de la cama. La mitad de Daniel estaba sin deshacer; no había dormido allí. Eduardo sacó la hoja del cajón, como siempre. Y también como siempre, la desplegó con un vestigio de ansia juvenil. Primero, apareció una pequeña grieta; un instante después, el papel tantas veces doblado cedió y se partió en dos. Eduardo se quedó con un trozo en cada mano.

Su primera reacción fue ponerse los calcetines. No había encendido la calefacción y el suelo era una pista de hielo. Tras los calcetines, se colocó el cinturón. Tuvo que ceñirlo un agujero más de lo habitual. Después, acabó de abotonarse la camisa, se anudó la corbata con una inesperada facilidad, deslizó los pies en los zapatos y se ató los cordones despacio, asegurándose de que los nudos quedasen bien firmes; no le gustaba que a lo largo del día se aflojasen y tuviera que agacharse en plena calle para volver a abrocharlos.

Sólo cuando estuvo completamente vestido, examinó por fin la carta; es decir, los dos pedazos de papel que hasta cinco minutos antes habían sido una carta. Rotas, las frases pálidas a las que tan a menudo se había aferrado, ahora ya no significaban nada. Eran jeroglíficos escritos con una caligrafía que recordaba vagamente a la de Daniel, sí, pero que Eduardo se vió incapaz de reconocer. Tinta levemente azul manchando aquel feo y áspero papel acartonado.

Cogió los dos pedazos y los rasgó. Repitió el proceso otra vez, y otra, y otra, y no se detuvo hasta que los fragmentos fueron tan pequeños que se deslizaron entre sus dedos y cayeron al suelo. Una lluvia de confetis maltrechos. Exhausto, sentado en el colchón, notó cómo sus labios crujían para formar una sonrisa. Corrió al espejo del baño para comprobarlo. El cristal estaba sucio y ni siquiera había encendido la luz pero sí, no había duda: sonreía.

Barrió. Tiró todos aquellos papelitos en el cubo de la cocina y los sepultó con los restos de una cena solitaria. Antes de salir de casa, volvió al dormitorio. El cajón de la mesilla continuaba abierto. Al agarrar el tirador, la pieza se desprendió y rodó bajo la cama. No se molestó en recogerla. Empujó el cajón con delicadeza, dejándolo cerrado. Cuatro meses más tarde, la mujer de la limpieza de los nuevos inquilinos descubriría aquella bola roja en un rincón. Todos los muebles habrían cambiado, por supuesto, sustituidos por otros mucho más nuevos, así que al buscar a su alrededor uno al que pudiera pertenecer aquel extraño tirador, la mujer no lo encontraría. Se guardaría la pieza de madera en el bolsillo del delantal y seguiría limpiando y tarareando la canción que sonaba en la radio.


Alex Pler
23-24 de Enero, 2011

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1 comentarios:

kuroratsu dijo...

Que bonito... Sólo puedo pronunciar estas pocas palabras, ya que no consiguen salir más de mis manos.

Un abrazo muy fuerte! ;)

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